Bajo la lluvia, con las frías gotas de esa suave agua
golpeando sus espaldas, sus brazos, sus cuerpos en totalidad.
No importaba que a la mañana siguiente cualquiera de los dos
tuviese que morir en cama con un resfriador o quizás una pulmonía, lo único que
importaba eran sus labios siendo poseídos por el otro, convirtiéndose en
pequeños y jugosos juguetes prisioneros de los caprichos de su Julieta, de su Romeo. Con
suaves roces, con salvajes mordidas que permutaban entre si, uno llevo al otro acorralándolo contra una pared, en un callejón semioscuro donde el único
testigo de sus actos era la luz de la lámpara que parpadeaba intermitente cada
diez segundos, y las ropas olvidadas en los lazos que pendían de las ventanas
cerradas que nuevamente se volvían húmedas atrapadas en esa leve tormenta de
una noche de Agosto.
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